Hoy me sucede lo mismo.
De hecho, me sucedió el viernes pasado. Me di cuenta a los cinco minutos de haber entrado en una barbería a cortarme el pelo. Sabía que ahí había una historia. Lo supe mientras escuchaba a Jesús, el barbero, y a su compañero Benito - ya jubilado -. Este curioso dúo tenían en común su dedicación absoluta a su quehacer. Benito, desde "la grada", se admiraba de la habilidad de Jesús, un artesano de la peluquería de un local perdido de Pamplona. Ambos destilaban una implicación absoluta a la profesión que lograba contagiar hasta al más pintado.
Las peluquerías siempre me han incomodado. Quizás por eso no me corto el pelo muy a menudo. Antes era mi madre la que daba conversación "al de las tijeras", pero yo no supe coger muy bien el testigo. El viernes fue distinto. Y mientras Jesús y Benito, en su inocencia, se admiraban porque soy estudiante y las cosas me van bien, yo, para mis adentros, empezaba a construir un monumento que sólo mi falta de habilidad no eleva hasta donde se merecen. Porque quienes son dignos de admirar son ellos. Y porque si Pamplona, Navarra o España tuvieran "más peluqueros", las cosas no estarían como están.
Siento el "yo, me, mi, conmigo" de mis últimas entradas, pretendía que mi entrada fuera más impersonal, pero llegó el viernes y fui a cortarme el pelo...